lunes, 6 de septiembre de 2010

Kondratiev, Pareto, y los cinco enanitos: Erdbeerschnitzel.

Sábado, Sinagoga.

En un bohemio ataque, el falso Papa, vestido de rojo pasión, se encarama al púlpito. "Ich bin das Brot des Lebens", sermonea. La audiencia, poco acostumbrada a estos excesos, y mucho menos a semejantes falacias, se alborota.


Kondratiev, mucho antes de que las prostitutas etruscas peinaran cana, ya conocía qué iba a acontecer. No en vano, se cree que todavía arrastra cadenas en un campo de trabajo en Siberia. Consciente de que su teoría no puede fallar, aguarda obediente su jubilación en un paraíso tropical.


Unos partisanos armados perturban mi descanso: el cabecilla irrumpe en la estancia, y fruto de su pasado como cirujano checoslovaco, vacía su vejiga en mi lavabo, con desmedida fuerza. Pareto ha muerto, abrazado a su ingenuidad, así como a su siempre europea y responsable conciencia. Alisado doble, permanente, fin de ciclo y varios metros de tierra.

La cúpula, sirve como testigo para la reconciliación con mi lengua madre. Cogido de su mano, imagino cómo una minoría étnica puede destrozar esta civilización. Embriagado de poder, disparo a un cocinero pakistaní en la boca. La tibia sangre mana.

Puede que sea el güisqui, las lágrimas, o el rimel que he ingerido, pero soy feliz, y voy en bicicleta. Vuelvo a los años 20.